Viernes, 22 Noviembre 2024

CARTAS CREDENCIALES

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A partir de comienzos del siglo XIX se puso de moda el menú escrito y, más tarde, con la eclosión de los restaurantes, abiertos a un público exigente.

Se atribuye a un duque bávaro, Enrique de Brusnswick, la invención del menú escrito o dicho de otra forma: la lista de platos que han de servirse en un banquete. Está razonablemente documentado que este noble ofreció en el año 1.819 un solemne festín al conde Hans de Montforte, que parece ser que estuvo intrigado durante toda la citada comilona por un pergamino que el anfitrión ojeaba -a modo de “chuleta”- por cada plato que se servía: Cuando el mosqueo fue incontenible le espetó qué era lo que consultaba con tanto afán, a lo que el duque le contestó: “se trata de la lista completa y por orden de los manjares y vinos que nos van a servir”. La Marquesa de Parabere apunta que sin desvirtuar esta invención, la práctica de elaborar la lista de viandas es más antigua aun. Así Francisco Martínez Montiño en su Arte de Cocina (1.611) inserta ya unas cuantas minutas. Pero como nos dice la citada escritora “…lo que tal vez no se le ocurriera a nadie sería poner el menú en la mesa hasta comienzos del siglo XIX”. Sea como fuere, lo cierto, es que a partir de esa fecha se puso de moda lo del menú escrito y más tarde con la eclosión  de los restaurantes, abiertos a un público cada vez más exigente, surge la necesidad de la carta escrita de sus ofertas, hecho que va a dar lugar por otra parte a un intenso desarrollo artístico de sus diseños y a una variopinta literatura en los contenidos de las cartas. Hoy día el menú  verbal, aunque aporta familiaridad, campechanía, confianza, denota poco amor a la lectura y suele producir desagradables sorpresas en la factura, sobre todo si el avispado maitre nos ha preparado la “trampa saducea” de “unos camaroncitos para abrir boca” que más tarde hincharán la, nunca mejor dicha, “dolorosa”.

Pero es evidente que en la terminología de las cartas hay de todo... cartas simplonas, ausentes de toda literatura, lugares por lo general que deslumbran más por la compra de los productos y su posterior exaltación en el plato que por sus explicaciones previas. Otras en las que hay más “poesía ratonera” que realidad y rozan cuando no se zambullen en la más absoluta cursilería, con múltiples eufemismos, localismos sentimentales y diminutivos (“guisantitos del huerto de mi amona Pepita”) o cartas crípticas con expresiones de “al gusto de” al “estilo de” cuando no tenemos ni pajolera idea del buen o mal gusto del invocado personaje. Por no hablar de algo absolutamente demodé como son la nomenclatura de los platos al más puro estilo Escoffier y que se corresponden con estereotipadas recetas(ballotinas, supremas, financieras, delicias) dedicadas a cantantes de ópera, cupletistas, financieros, nobles, políticos, gastrónomos, regias amantes, cocineros de antaño... y que todavía pueden leerse en un ajado ejercicio de añoranza en algunas cartas de Hotel, dentro de las normas de la denostada cocina internacional.

Sin embargo es muy chocante, rejuvenecedora y hasta muy divertida la carga literaria de las cartas y menús de un sitio donde la fusión y el mestizaje brillan en consonancia con una cocina sincera y de altos vuelos a precios populares, como es el restaurante donostiarra Café Oquendo con esa poderosa imaginación de Carlos Nuez.

 

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