EL TOMATE: DE MANZANA VENENOSA A APRECIADO BOMBÓN
Los tomates eran desconocidos por la población europea antes del descubrimiento del Nuevo Mundo. Son originarios de la región noroccidental de América del Sur (Perú y Ecuador), donde todavía se pueden encontrar las variedades silvestres que evolucionaron a los tomates actuales. Las tomateras originales, como la tomatera pasa “Solanum pimpinellifolium”, producían un fruto de tamaño pequeño, de color verde y duro. Los indígenas las fueron seleccionando para conseguir variedades con frutos más grandes y de mejor sabor.
Desde Sudamérica el tomate pasó a Centroamérica. En México hay indicios de que 500 años a.C. se cultivaban tomateras. Esos tomates mexicanos probablemente también eran verdes y pequeños, los mesoamericanos los continuaron seleccionando hacia variedades algo más grandes, de color amarillo y posiblemente alguna roja. Dice la leyenda que Hernán Cortés fue el primer conquistador que en 1519 vio tomateras en los jardines del emperador Moctezuma II. El nombre de este fruto, con gran probabilidad, deriva de palabra “xitomatl”, la cual a su vez proviene de la lengua yutoazteca, el náhuatl: “xictli” (que significa ombligo) y “tomatl” (fruta), es decir “fruta con ombligo”, que para facilitar su pronunciación los conquistadores españoles lo llamaron tomate.
Se calcula que el tomate llegó a Sevilla alrededor de 1540 y su uso inicial fue como planta ornamental. Se cree que la variedad de tomate que llegó Europa fue amarilla, y por su aspecto en Italia lo llamaron “pomodoro”, que en italiano significa “manzana de oro”. Este país fue pionero en Europa en integrar este fruto en su cocina, donde continua siendo un pilar fundamental en su gastronomía.
A lo largo de los siglos XVII, XVIII y principios del XIX los europeos consideraban que los tomates eran tóxicos, un gran porcentaje de la población, les daban el sobrenombre de “manzanas venenosas”. El miedo a su consumo fue consecuencia de que había casos de personas que enfermaban, e incluso llegaban a morir al consumir tomates de forma rutinaria. Este problema afectaba fundamentalmente a las clases más pudientes, y rara vez a las más humildes, así como tampoco a los habitantes centro y sudamericanos. La causa no eran los tomates sino en el uso de vajillas de peltre.
El peltre es una aleación formada fundamentalmente de estaño con pequeñas cantidades de plomo, cobre y antimonio. Es un material brillante, pulido y parecido a la plata, que tiene la ventaja de que es maleable e irrompible. Durante la Edad Media el peltre era muy apreciado por ser muy vistoso, ya que al tener un pequeño porcentaje de plomo adquiere un color azulado. Su popularidad creció entre las clases acomodadas europeas y norteamericanas que sustituyeron sus cuberterías, servicios de mesa, vajilla de madera por las de peltre. Este material de peltre exuda plomo, especialmente cuando entran en contacto con sustancias ácidas como es el tomate.
La intoxicación por plomo se conoce como saturnismo (porque los alquimistas llamaban “Saturno” a este elemento químico), esta intoxicación suele ser lenta y crónica, dando lugar a anemia, hipertensión, problemas gastrointestinales, fatiga, ansiedad e insomnio; si se prolonga su exposición coma, e incluso llega a ocasionar la muerte. Por todo lo que acabamos de exponer, la sociedad del medioevo estaba convencida de que el tomate era un fruto venenoso. Actualmente por la toxicidad del plomo el peltre ha evolucionado y en su composición está ausente este metal.
Por otra parte, la mala reputación que tenía el tomate también era consecuencia de que la planta está incluida en familia de las solanáceas, a la cual pertenecen la belladona y el estramonio, ambas con niveles de alcaloides tóxicos que las convierte en venenosas mortales, siendo el estramonio una de las plantas venenosas que más muertes causa en el ganado. Los pocos conocimientos en química y botánica, así como la baja seguridad alimentaria de la época convirtieron a los pobres tomates en los culpables de muchos males.
Algo parecido a lo que ocurrió en Europa tuvo lugar en Estados Unidos, donde los tomates fueron introducidos por los europeos. También los americanos los consideraba tóxicos y solo los admitían como plantas ornamentales. En desmontar el mito de la toxicidad de los tomates contribuyó de forma importante el tercer presidente de Estados Unidos, Thomas Jefferson, que cultivaba y consumía tomates. Jefferson en 1806 sorprendió a sus invitados sirviendo tomates en un banquete, con lo que contribuyó a aumentar la confianza en dicho vegetal. La sociedad europea y americana al ver que otras consumían tomates, sin causarle problemas fueron ganando confianza y empezaron a consumirlos poco a poco, de esta forma se implanto su uso para convertirse en uno de los frutos más consumidos en el mundo. Actualmente, ya nadie está preocupado por envenenarse comiendo tomates y se han transformado en un elemento casi imprescindible en nuestras cocinas, siendo considerado como un “bombón rojo”. Basta recordar el refrán que nos dice: “No hay mala cocinera, con tomates a la vera”.
Se atribuye a los italianos el ser unos actores importantes en mejorar el tomate. Se sabe que 1544, el botánico italiano Pietro Andrea Mattioli introdujo el tomate en Italia, que inicialmente lo denominó “mala aurea”, y posteriormente pasaría a llamarse “pomodoro”. Probablemente en ese país tuvo mejor aceptación que en otras partes del continente europeo, ya que la primera receta napolitana publicada que se conoce para preparar salsa de tomate data de 1692. Se cree que los italianos fueron los primeros en conseguir cruces que dieron lugar a tomates más grandes y de diversos colores: rojos, rosas, azules, verdes... Durante el siglo XIX los italianos adoptaron con fervor los tomates y conquistaron el mundo con la pasta y la pizza condimentadas con su famosa “salsa de pomodoro”, que actualmente constituye uno de los emblemas de la cocina italiana.
La evolución doméstica de los tomates ha seguido a lo largo de los siglos. Las más de 10.000 variedades actuales que se conocen son una creación humana, fruto del esfuerzo de agricultores y mejoradores que a base selección y cruzamientos, han conseguido tomates más resistentes, sabrosos o atractivos.
El problema actual, a pesar de la gran variedad de tomates que disponemos y de las semillas que se conservan en los bancos de germoplasma, es que para esta solanácea prima el interés comercial que prefiere los “tomates fotocopia”, todos idénticos, duros para que no se deterioren en la manipulación mecánica y el transporte, y esféricos como pelotas de tenis, para que se adapten al embalaje, así como variedades más productivas y resistentes a enfermedades. Todo ello en detrimento de la pérdida de sabor y textura del fruto, y la desaparición de muchas variedades locales, que han ido cayendo en el olvido. Afortunadamente, en estos últimos años productores, restauradores, y cofradías gastronómicas están haciendo grandes esfuerzos por revertir estas tendencias, y se han puesto manos a la obra para recuperar el sabor y la textura de esas variedades locales.
El sabor típico a tomate se debe a varios compuestos, entre los que cabe destacar la fructosa, glucosa, ácido cítrico, ácido glutámico, metilbutanal y metiltiofeno. La fructosa y glucosa le aportan dulzor. El ácido cítrico le confiere acidez. El aminoácido ácido glutámico es el responsable del típico sabor umami. El metilbutanal es un aldehído que confiere ligeras notas de aroma leñoso y cacao. El metiltiofeno es un compuesto que proporciona un sabor a carne asada a la parrilla, “whiskey” o pollo asado. Sin embargo el contenido de estos compuestos saborizantes y aromatizantes varían ampliamente entre las diferentes variedades, tipos de cultivo, salinidad de los suelos, agua de regadío, etc. El obtener un tomate que sea un “bombón” con la explosión de aromas, sabores y textura apropiados es todo un arte, que solo consiguen los buenos hortelanos.
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SABERES... y sabores
Miguel Pocoví Mieras
Catedrático de Bioquímica
Natural de Mallorca y residente en Zaragoza, catedrático de bioquímica jubilado, vicepresidente de la Academia de Ciencias de Zaragoza y presidente de la Fundación Grande Covián.