EL ENCANTO MÁGICO DE LAS SOPAS FRÍAS
La llegada de las verduras de América transformó radicalmente las sopas frías
Debo confesar que tengo un desatado amor por las sopas o cremas frías, incluso en pleno invierno. Ya no digamos cuando aprietan los calores y casca Lorenzo. Allí donde vaya tengo que probar sobre todo las especialidades locales o las que, por mor de la globalización se expanden por el planeta, sobre todo en la urbes más cosmopolitas. Así por ejemplo, en mi primer viaje a París con un par de coleguitas de la Universidad pucelana, en verano de 1967, por supuesto los tres con pocas perras, fijamos nuestra residencia en lo más barato que encontramos. Un trotero albergue en el corazón mismo del animado Barrio Latino, que curiosamente se llamaba: “Foyer des étudiants protestants”. Eso que la mayoría de residentes eran: budistas, mahometanos, sintoístas o descreídos rojeras como nosotros tres. Sito en la serpenteante rue Vaugirard, bordeando los maravillosos jardines de Luxemburgo) que con sus 4.360 metros es la calle más larga de París. Comíamos y cenábamos, casi siempre, en una cercana y entrañable tabernita, que no llegaba a la categoría de bistrot, pero quien allí cocinaba, con sencillez, buen gusto y oficio era una venerable y anónima ama de casa, Madame Collette, que nos cuidaba como una madraza. Dos de sus ricuras, el mejor pollo asado que jamás he vuelto a comer y sobre todo una deliciosa sopa fría, la Vichyssoise. De puro terciopelo, elegante y gustosa como pocas. Además el bochorno parisino de aquel infernal agosto incitaba aun más a zambullirnos en esa caricia fría del paladar. En esa temporada parisina además descubrí alguna que otra virguería fría. En un restaurante ruso (el propietario era ucraniano) ofrecía el afamado borsch (una compleja sopa de verduras y carne que incluye esencialmente remolacha, de ahí su color rojo intenso), preparación que conocía en caliente pero en este caso la servían casi helada. Pero donde más he disfrutado de estas cremas y sopas frías es sin duda en todo el sur hispánico. Sobre todo en Andalucía donde proliferan incontables tipos de gazpachos, similares pero bien diferentes en cada pueblo y con oficiantes que aportan siempre su sello personal. Podemos comenzar por una distinción esencial que son los gazpachos de antes de llegar los productos americanos y los posteriores. Se encuentran entre los primeros el ajoblanco, que algunos estudiosos lo encuentran inspirado en cierto modo en la cocina de la Roma clásica, en concreto, la “Sala Cattavia” de Apicio. El más famoso, el ajoblanco malagueño, una emulsión con pan remojado en agua y vinagre con aceite, almendras y ajo. Triturado en el mortero, se pasa a un cuenco y sin dejar de batir se añade agua fría hasta logran una sutil cremita o sopa que se sirve con alguna fruta, sobre todo uvas. El ajoblanco extremeño se diferencia en que para la emulsión lleva yema de huevo en vez del fruto seco.
La llegada y sobre todo la implantación posterior, ciertamente muy tardía, de las verduras procedentes de América, como el tomate y el pimiento, transformó radicalmente estas sopas frías. El gazpacho andaluz en general, el cada vez más de moda salmorejo cordobés (que me chifla), la porra antequerana, el zoque malagueño, el ajo colorao cordobés que es una especie de gazpacho de patatas con algo de pimiento y tomate con ajo, aceite, cominos y aligerado con agua que se añade batiendo bien. La porra fría de Málaga, una emulsión de pan con aceite y ajo a la que se añade tomate...
Pero seguramente para mencionar a lo más impactante en su día en este tema, hay que evocar a la capital del ajo, las Pedroñeras (Cuenca) donde, el que ha sido uno de los cocineros más interesantes del país, Manolo de la Osa del añorado restaurante las Rejas se atrevió, allá por los años noventa del pasado siglo, a hacer una versión fría de las sopas de ajo y servirlas en una copa de Martini. Al respecto, mi buen amigo y crítico gastronómico Juan Antonio Díaz (Nono), toda una autoridad en lo referente, sobre todo, a la culinaria castellano manchega, en un sentido artículo, tras el cierre del establecimiento manchego, decía entre otras cosas: “Para Brillat-Savarin, el descubrimiento de un nuevo plato confiere más felicidad a la humanidad que el de una nueva estrella. La sopa de ajo morado, registro personal de Manolo de la Osa, haría feliz al autor de la Fisiología del gusto. Fría o caliente, esta genial receta, cuya base es el condimento más humilde de la cocina española, diurético para Hipócrates e ideal para las mordeduras de víboras según El Corán, representa al tiempo la más rotunda negación del minimalismo que invade a la gastronomía actual”. “No es extraño”, prosigue Nono que: “en la Antigua Grecia la palabra que designaba a un cocinero, un carnicero o un sacerdote era la misma, mageiros, palabra con las mismas raíces etimológicas que magia”.
Otra receta sugerente es sin duda la del cocinero José Melero Amate, de la población jienense de Martos. Se trata de una versión muy actual de la refrescante “Mazamorra” de melón, ajonegro y cecina de ciervo de Andújar con un toque atrevido de coco garrapiñado. El origen de la mazamorra está en el Guadalquivir medio-alto entre Córdoba y Andujar.
Y acercándonos a la actualidad y en el ámbito de nuestro entorno, es necesario destacar que, en el flamante restaurante bilbaíno Atelier Etxanobe, Fernando Canales prepara un atípico ajoblanco, en el que la liliácea se sustituye por trufa y se acompaña de espárragos y gambas. Así como, en el pujante Galerna del barrio de Gros donostiarra, los jóvenes, Rebeca Baraica y Jorge Asenjo, nos han vuelto a camelar con dos de sus mejores creaciones sobre el tema en cuestión: “ostras con ajoblanco y helado de apio” y el salmorejo de remolacha (foto superior) elaborado en verano con tomate verdadero Km 0 y helado de queso de cabra, con hierbas y brotes. Y muy cerca, en el bar Hidalgo 56, el incombustible cocinero Juan Mari Humada nos ha encandilado con propuestas tan sugestivas como el Sashimi de bonito y gazpacho de frutos rojos y un atinado mestizaje: Salmorejo con txangurro (foto página anterior).Y por fin, Carlos Nuez en el también donostiarra Oquendo nos muestra su persistente originalidad con su peculiar Ajoblanco de coco con fruta de temporada.
CULTURA GASTRONÓMICA
MIKEL CORCUERA
CRÍTICO GASTRONÓMICO