PERO... ¿SE COME BIEN EN LOS HOTELES? (I)
|
Sin duda a mucha gente podrá extrañar que asociemos la gastronomía con la cocina de hotel dado el desprestigio que durante mucho tiempo, incluidos los desarrollistas años sesenta pasados, ha padecido este estilo de cocina tachado por muchos como adocenado e inspirado en la cocina internacional más clónica y rancia. Parece pues oportuno aclarar, aunque sea a nivel de nuestro entorno más cercano, las citas gastronómicas imprescindibles en hoteles puntuales que lo haremos en breve... Haciendo un repaso histórico, hay varios hechos determinantes en el devenir de la culinaria de hotel. Durante la Belle Époque y los años posteriores de la I Guerra Mundial, precisamente condicionado por esta conflagración, nuestro país y en particular las localidades costeras y turísticas fueron “invadidas” no sólo por la nobleza europea que descubría un nuevo concepto, el del veraneo sino también por cocineros de alto copete provenientes sobre todo de Francia. Prestigiosos chefs que años antes y en la estela propiciada por la revolución industrial vizcaína de finales de siglo XIX, habían ofrecido su talento y servicio en los hogares de la alta burguesía de Neguri, en selectivo clubs privados como la Bilbaína y majestuosos hoteles que forman parte, alguno de ellos de la historia más brillante como son el Torrontegui o el Carlton, bilbaínos, entre otros.
En la capital guipuzcoana por su parte, convertida entonces en la capital turística de España, muchos de estos cocineros centroeuropeos van a prestar sus servicios a los palacetes de la nobleza, a la Casa Real, a obradores de pastelería de estilo europeo, y por supuesto, a las importantes brigadas de lujosos hoteles como el María Cristina, Hotel de Londres y sus vecinos, los desaparecidos Hotel Continental y Hotel Biarritz así como el Hotel Monte Igueldo, establecimientos donde se forjaron los más prestigiosos cocineros de aquella época. En todos ellos, la guía culinaria de Escoffier, era la biblia culinaria. La cocina de la Belle Époque, mantuvo su prestigio aunque renqueante entre las dos guerras europeas. Sin embargo, al acabar esta última, allá por mediados de los cuarenta, la cocina francesa, y en consecuencia la cocina internacional de ella derivada, se encontraba en una fase totalmente decadente.
Como dijo acertadamente Néstor Luján de esta inmutable culinaria: “...moría abrumada por su propio prestigio, limitada por sus rituales, entristecida por sus dogmas, que muchas veces no se podían cumplir por la desmesurada elevación de los precios de las materias”. Es decir, aquella cocina soberbia y opulenta, con servicios majestuosos, no se podía mantener más no sólo por razones económicas sino por el mismo ritmo de la vida moderna. El prestigio de las cocinas regionales, conocidas gracias al emergente automóvil, las guías culinarias, y el nacimiento de una corriente de opinión en favor de la simplicidad y autenticidad que más tarde se llamará Nueva Cocina va a suponer la puntilla de la academicista cocina que se practicaba fundamentalmente en los hoteles. Durante los años sesenta y posteriores, van a seguir haciendo los hoteles lo mismo, pero con más dejadez aun, con productos vulgares y conceptos absolutamente esclerotizados. El boom del turismo va a convertir las cocinas de muchos de estos hoteles, sobre todo en la zona mediterránea, en monumentos al despropósito culinario, basados todos en la filosofía de ese pérfido dicho: “ave de paso, cañazo”.
En la década de los ochenta del pasado siglo XX comienza sin embargo a fraguarse, sobre todo en Bilbao, y al calor de las nuevas corrientes culinarias la rehabilitación de la cocina de hotel. Posiblemente, uno de los primeros ejemplos, o al menos el más conocido, es el del restaurante Bermeo, del hotel Ercilla de la capital vizcaína. Esta revolución, se personificó en aquellas fechas en el navarro (cascantino por más señas) Ángel Lorente, a la sazón jefe de cocina del referido Bermeo, en donde entre otras muchas lindezas, nos descubrió la primera ensalada de bacalao de la modernidad. La presentaba a modo de una flor, con los pétalos formados por las traslúcidas láminas del gádido levemente escaldadas, (en eso radicaba su modernidad) sobre una cama de hortalizas con sutil vinagreta y una mayonesa de anchoas. Por allí han pasaron después gente de mucho nivel, así como por el también bilbaíno Hotel López de Haro. Entre los que me permito destacar al guipuzcoano Juanma Hurtado que, a la chita callando sin hacer mucho ruido mediático, lleva la friolera de veinte años en su propio restaurante de Zumarraga, Kabia, ofreciendo una cocina primorosa, moderna, enraizada y de productos fantásticos y encima a precios soportables, labor que le acaba de valer la obtención de su 2º Sol por parte de la guía Repsol.
LA OPINIÓN
MIKEL CORCUERA
CRÍTICO GASTRONÓMICO