VINOS CAMPANA Y VINOS QUE SUSURRAN
Recuerdo hace ya unos cuantos años, casi diez diría yo, una cata en Madrid de añadas antiguas de Marqués de Riscal. Vinos de los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Estaba en compañía de mi gran amigo y primer profesor de cata que tuve, Iban Mate, del Hotel Dolarea de Beasain. Eran mis comienzos en el mundo del vino, una época en la que disfrutábamos con los vinos de uva sobremadura, concentrados y maderizados, cuanto más mejor, esos que suelen denominarse "vinos Parker". Pero claro, en aquella cata, los vinos a degustar eran precisamente lo contrario, vinos sin demasiada estructura, con gran acidez, aromas de evolución...Para nosotros eran vinos muertos, vinos sin interés. Si hubiésemos acudido a esta cata con diez años más de recorrido vinícola, otro gallo hubiera cantado. Es sorprendente cómo ha cambiado la cosa. Mis preferencias en el mundo del vino, a lo largo de estos últimos años, han dado un giro de ciento ochenta grados. Ya no puedo casi ni acercarme a esos vinos tan concentrados y pesados, no puedo ni terminar una copa siquiera. Tengo un amigo que los denomina "vinos campana", porque son "tan...", "tan...", "tan...". Estos además, apenas tienen capacidad de envejecimiento y en unos pocos años caen estrepitosamente. Desde mi punto de vista, los grandes vinos son aquellos que consiguen envejecer de forma noble con el tiempo, esos en los que, a lo largo de los años, se van dando esas transformaciones y se van formando en el vino nuevos aromas y sensaciones y al abrir la botella, te encuentras con esa magia tan especial que se ha ido forjando en silencio a lo largo de los años. Son vinos que, en vez de hablarte, te susurran y te van contando esos pequeños secretos que estaban deseando ser contados. Estos son los grandes vinos, no hay gran vino si no es capaz de envejecer en el tiempo. Hace unas semanas me regalaron unas cuantas botellas que se encontraban en un pequeño trastero. Ni siquiera podía leerse las etiquetas, llenas de barro tras sufrir unas cuantas inundaciones, incluidas las de 1983. No se puede explicar el placer de ir descubriendo una a una, quitándoles el barro minuciosamente hasta leer su etiqueta, el elaborador, la añada... Pienso que será algo parecido a un arqueólogo que ha encontrado un tesoro y poco a poco va limpiando cada una de las piezas. En este afortunado caso, se trataban la mayoría de buenos elaboradores de Rioja, Burdeos y Grand Crus de Borgoña, desde los años treinta hasta los sesenta, muchas de ellas en formato magnum. Para alguien que disfruta con los vinos viejos se trata de un auténtico tesoro.
Como podréis imaginar, hemos abierto ya varias de estas botellas. Cinco concretamente. Dos han ido por la fregadera, una estaba fantástica, un Corton Charlemagne de los años sesenta (no se podía ver la añada con exactitud) de Lupe-Cholet y otras dos estaban bastante buenas, como un Murrieta Reserva del 64 o la de la foto, un Riesling de Rheingau de 1966 cuyo destino fue ser disfrutado con un excelente queso de Baraibar. Todavía queda medio centenar para disfrutar...¡salud!
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DANI CORMÁN
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