Sábado, 23 Noviembre 2024

COSAS DE CASA

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Mis referencias gustativas son sin duda la “Bodega Donostiarra” y el desaparecido “Bodegón de Gros”, tan cutre que hubiera servido para un capítulo de “El Ministerio del tiempo”

 

En este número de Ondojan.com dedicado en gran parte a los efectos de la terible pandemia y la crisis suscitada, sirvió -al menos en lo que a mi respecta- para evocar muchos recuerdos, leer más de lo habitual y reflexionar sobre vivencias personales pasadas. O sea, que no hay mal que por bien no venga. Entre estas elucubraciones la más íntima es la que aquí les ofrezco, realizada a principios del terrible confinamiento y escasamente difundida en su momento dadas las circunstancias.

El titular está tomado prestado de la famosa serie donde aparecía el hilarante Steve Urkel donde adquirió fama mundial con su famosa frase: “¿He sido yo?”. Aquí en la situación que padecemos no podía dejar de hablar de algo tan personal como los esfuerzos de mi familia. Gente corriente haciendo cosas importantes, sobre todo esquivar la cruel dictadura que padecíamos, refiriéndome fundamentalmente a aquellos aspectos ligados con la cultura familiar que me aportaban sobre la cocina y la alimentación de aquella lejana época en que se atisbaban los derroteros de la gastronomía. Pero partimos de la mera supervivencia. 

Parece oportuno, haciendo este strep-tease familiar, contar que la boda de mis padres Julia Ulacia y Antonio Corcuera se celebró el 30 de abril de 1946 (año y medio antes de mi nacimiento y 20 años antes del de mi único hermano). Por cierto, que la boda en cuestión coincidía con las de plata de mis abuelos maternos del año 1921. La novia siempre de punta en blanco, vistió de negro riguroso y él en su línea hecho un pincel. La celebración religiosa tuvo lugar en la cercana parroquia de San Ignacio y el banquete nupcial se celebró en el extinto “Rodil” (se hace inevitable acordarse de Pablo Loureiro de “Casa Urola” hijo de los dueños de este restaurante que tan en boga estaba entonces). A partir de ese día el domicilio de los Corcuera se estableció en la calle Trueba, donde residían ya los abuelos paternos: Simón Corcuera y Tomasa Iglesias. Ella pese a estar paralítica durante muchos años era una magnífica cocinera que superaba su imposibilidad dirigiendo a las jóvenes empleadas de hogar que tuvimos en los sucesivos años formándolas casi desde cero. Él, un hombre hecho a sí mismo, no era un gourmet precisamente, pero amaba la cocina hecha con honestidad. Su frase más repetida en este terreno era: “Salud y buenos alimentos”. Cenaba indefectiblemente todas las noches un caldo o sopa y lo que él definía como el simpático huevito frito, con buen aceite, por supuesto. 

Recuerdo en aquella época que en las cercanías de nuestra calle mi abuelo frecuentaba sitios muy rústicos como el “Bodegón Díaz”, “Bodega Mateo” y “Bodega de San Ignacio” (hoy en día convertida en un sitio espléndido como es el “Bodegón Usarbi” con el chef  Ion Ibarretxe a la cabeza). A lo lejos en la falda del monte Ulia se divisaba una tasca tan trotera como “Casa Kaxan”. Sitios de referencia en nuestra casa eran Frutas Glaria y Nájera (parientes del gran dibujante y ácido humorista Chumy Chúmez ), Villastrigo y Satur López, así como la pastelería “La Suiza española” en la calle Miracruz, sobretodo por los pasteles de crema cocida que mi ama adoraba. Otro lugar emblemático de mi niñez giraba en torno a casa de los aitonas (Gabina Urigoitia e  Higinio Ulacia) en la calle Peña y Goñi, justo encima del bar Ramuntxo (hoy con el añadido de “Berri”), tan diferentes uno del otro pero magníficos cocineros. Ella como auténtica gladiadora del hogar ¡Una jabata! cocinera del día a día, hacía virguerías con las cosas más simples como las tortillas de sangrecilla encebollada. Él, un refinado casero, presidió una sociedad gastronómica en la cual volcaba todo su saber culinario con y para los amigos. Recuerdo platos memorables suyos como las anchoas a la papillotte, su sopa de pescado con pan sopako, la merluza rellena de aceitunas y huevo o la falda de ternera rellena al horno con un puré de patata que merecía ser de Robuchon. Todo ello sin olvidarme de la lengua a la tolosana y los platos de caza guisada que eran un portento como palomas y tórtolas. Por cierto, estas elaboraciones cinegéticas  venían ya hechas de casa, por tanto el desplume y la elaboración corrían siempre por cuenta de la sacrificada Gabina, quien me dejó un imborrable recuerdo de mis años de pantalón corto y piernas rollizas cuando, un pelín empipada, cantaba en cuchipandas familiares la siguiente cancioncilla de la guerra con toda su fé republicana intacta: “Gudari soy del batallón de acción, por intendente tenemos a Resé, que no nos da ni para hincar el diente, lo suficiente para poder vivir. Protestas y siempre protestas  recibe del batallón, y él siempre nos contesta: ¡joderse, son cosas de la revolución!”

Mis referencias gustativas alrededor de ellos y su domicilio son sin duda la “Bodega Donostiarra” y el desaparecido “Bodegón de Gros” (tan cutre que le hubiera servido a Javier Olivares para rodar un capítulo sobre la posguerra de El Ministerio del Tiempo). Similar a este último local hay que citar a “La Rampa”, un espartano sitio donde hoy curiosamente se ubica una de las sociedades más modernas y distinguidas como es “Itsasburu”. De obligada mención es un sitio todavía abierto como el  “Gure Txoko” o el “Aitzgorri” que recuperó su nombre tras la marcha del “Narru” de Iñigo Peña y por supuesto un restaurante que sobresalía por ser muy chic, el “Metropol”, con camareros de alto copete según recuerdo. Tampoco puedo olvidar los sitios más de referencia donde mi amona realizaba las compras como por ejemplo la pescadería “La Ramonita” de la calle Usandizaga, “Ultramarinos Munilla” o la destacada “Pastelería Nueva York”, donde precisamente se formó profesionalmente el oiartzundarra Manuel Iza. Allí aprendió los secretos de la confitería plasmados luego en su dilatada carrera de chef.

 

 

 

                     

 

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