# AYER EXÓTICO, HOY COTIDIANO
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Ha llovido mucho desde que “profetizara”, con indudable acierto, el gran escritor y gastrónomo francés Jean François Revel, por dónde iban a ir las cosas en el tema gastronómico del mestizaje culinario, debido principalmente al prodigioso desarrollo de las comunicaciones, tanto las virtuales (internet), como las reales y físicas (turismo, transportes etc.). En ese sentido señalaba Revel que “la mundialización de la cocina ha salvado paradójicamente a las cocinas regionales”. Naturalmente, el termino de la mundialización resulta sin embargo antagónico del concepto tan denostado de “Cocina Internacional”. Ésta es una expresión que hoy, utilizando un termino de moda pudiéramos llamar “globalización culinaria”, y que se identifica con la uniformidad, la estandarización. Dicho en otras palabras: comer en todo el mundo la misma cocina, una culinaria afrancesada (en el peor sentido del término), de rígidos principios basados en Escoffier, totalmente convencional y adocenada. Es decir, un lenguado Meunier o una langosta Thermidor, platos clónicos que da igual comerlos en Tokyo, en Paris o en Moscu.
Nos gustan más los términos de fusión -la palabra fusión se emplea sobre todo en los años setenta para asumir el nuevo fenómeno de la fusión del jazz y rock- y del imparable y enriquecedor mestizaje aplicado a las cocinas y, por supuesto, a la gastronomía como concepto más cultural y reflexivo.
De todas formas, esta fusión cultural no puede -o no debe- significar en modo alguno la pérdida de los valores culinarios regionales o incluso los más locales. En ese sentido, el descubrimiento de América, visto desde el lado europeo, supuso -con siglos de retraso y tras largo esfuerzo- el aporte de unos productos, entonces exóticos, convertidos en imprescindibles en las cocinas de la vieja y fatigada Europa. ¿Se imagina alguien la cocina italiana o catalana sin el tomate, la vasca o andaluza sin el pimiento, la gran repostería francesa sin chocolate, o la contundente culinaria alemana sin la patata?
Y es muy cierto que la mundialización de la cocina nos ayuda a respetar nuestra identidad, a reconocer los valores que nos diferencian. Y la razón es muy simple. Sólo a partir del momento en el que todos jugamos con las mismas cartas se hace patente la identidad propia y su trasfondo cultural. Hay una suculenta anécdota que nos contaba el gran cocinero madrileño y hoy en el candelero televisivo Alberto Chicote, que ha sido destacado paladín y precursor de la fusión multicultural: “Hace unos años tuve la fortuna de poder viajar a uno de esos puntos soñados del planeta, las islas Lofoten, en el círculo polar Ártico de Noruega. Allí, conocí a un cocinero que me solicitó elaborar algo con las kokotxas de Skrei, un producto que allí no se comercializa y que ellos dejan a los niños para vender por las casas. Con pocos medios y menos productos al alcance de mi mano pude enfrentarme a unas kokotxas al pil-pil hechas con ajos chinos (no me pregunten por qué eran esos los que había). Aceite de oliva y unos chiles frescos que no he vuelto a ver. El resultado fue fantástico. Pero no fue menos el asombro de mi amigo cuando, sorprendido, vio como se ligaba un pil-pil sin adicionar nada más. Aquel compañero dijo que iba a mantener aquel sencillo plato en la carta de su restaurante. A veces me gusta imaginar, soñar diría mejor, que es posible que dentro de 300 años, en las islas Lofoten, algo como un pil-pil forma parte de la tradición culinaria local, y, que nadie lo va a desmerecer solo porque en Lofoten no se cultivan olivos, ni chiles, ni ajos… ¡ni cazuelas de barro!”.
Lo exótico es lo cotidiano de otros. Y utilizando unas palabras del gran poeta asturiano Ángel González, tristemente desaparecido, podremos reafirmar tras nuestro sano ejercicio de mestizaje: “¡Volver a ver el mundo como nunca había sido!”