Lo que supone realmente una inflexión decisiva en nuestros hábitos culinarios es la irrupción de los productos traídos de América.
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No debemos creernos que la buena -casi idílica- imagen de nuestra culinaria vasca actual haya sido siempre así de feliz. Hay muchos claroscuros en su historia, sobre todo la más lejana en el tiempo. Resulta casi imprescindible citar algunos de los testimonios e impresiones recogidas de viajeros de antaño que resultan muy poco benignos. Así, los improperios lanzados por el peregrino Aymeric Picaud en el célebre (sobre todo por su reciente robo y recuperación posterior del original) «Codex Calixtinus» de 1140, del que se supone es su autor, a su paso por Bayona no dejan de sorprender. Describe de este modo a esta tierra: «Este país habla un lenguaje bárbaro, es selvoso, montañoso, carece de pan, vino y demás alimentos materiales... pero está provisto de manzanos, garbanzos y leche...». Del mismo modo, años más tarde, exactamente en 1416, otro viajero, un noble bohemio denominado Baron de Rosmithal de Blatna es todavía más despiadado, si cabe, ya que una vez que cruzó el Bidasoa decía: “En este país no hay necesidad de caballo, no hay heno, ni paja, ni cuadras y además los albergues son malos. Se lleva allí el vino en pellejos de cabras, no se encuentra buen pan, carne ni pescado en el país, pues se alimentan de fruta en su mayor parte».
¿Tan negro era el panorama en aquella época? Se duda seriamente de la veracidad o al menos de la comprensión cabal de la visión dada por esos viajeros ocasionales, ya que por ejemplo, un siglo antes, nada menos que Juan Ruiz (el Arcipreste de Hita) había escrito muy positivamente acerca de los arenques y besugos que venían de Bermeo. Lo más probable es que los habitantes de Euskal Herria de aquella época se limitaran a una cocina de mera subsistencia, pero en ningún caso se puede hablar de hambrunas generalizadas. La caracterización que hizo el desaparecido escritor vizcaíno y buen amigo José Luis Iturrieta de aquella época previa al desembarco de los productos americanos es, conociendo su rigurosidad, sintética y precisa: «Con manzanas y la consiguiente sidra, con el pan de borona a base de harina de mijo, más las tierras de cereal de Álava y Navarra; las frutas de los entonces abundantes castaños de nuestros montes, la abundante producción de sidra, el pescado de su costa y ríos sin contaminar, el cerdo de la matanza y la carne de ganado que se estabulaba en las grandes cuadras de los espaciosos caseríos de piedra que se van levantando a partir del siglo XV por todo el territorio; la leche y el queso de su rebaño de oveja latxa, más la verdura de autoconsumo en las huertas de valles abiertos al sol y el mar, con poco aceite pero contando con manteca de cerdo».
Es evidente que todavía no había atisbo alguno de gastronomía, pero también es verdad que nuestra cocina actual tampoco ha surgido de la nada. Pero lo que supone realmente una inflexión decisiva en nuestros hábitos culinarios, es sin asomo de dudas la irrupción de los productos traídos de América sin los que no se entiende la mayor parte de las fórmulas del recetario vasco tradicional e incluso en sus expresiones más actuales. Por fijarnos en uno de los nuevos productos “americanos” que más éxito tuvo casi de inmediato: el maíz que usurpará hasta el propio nombre del hoy extinguido mijo, llamado hasta entonces artoa. Es conveniente precisar esto ya que resulta esclarecedor. Al mijo, antes de llegar el maíz, se le llamaba artoa en euskara. Cuando llega el maíz se le denomina por el tamaño del grano arto aundi (grande) y al mijo -ya muy residual- se le conoce como arto txiki (pequeño) Por fin, cuando desaparece totalmente el mijo como cultivo, al nombre vasco del maíz se le quita el adjetivo y se le llama artoa a secas. Se procede a la roturación de los manzanos para dar cabida a la implantación del maíz y en menor medida al trigo y al nabo, es decir, al policultivo. Junto al maíz, llegan también las babarrunas (que lentamente irán suplantando a las habas secas), el tomate y el pimiento, este último inicialmente como planta ornamental. La patata lo tuvo más crudo, pues no logrará implantarse realmente hasta el siglo XIX, en plenas guerras carlistas y como un obligado mata hambres impuesto por el guipuzcoano general Zumalacarregui a sus tropas.
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